Por Angélica Ferrer
Amar es una de las experiencias que vivimos desde pequeños. Conforme crecemos, los vínculos cambian, las personas van y vienen. Desarmamos y sangramos, como reza la canción de Charly García.
Y así continúa nuestra vida. De arriba abajo, a veces más cerca del centro de la tierra que del cielo. Pero algo que nos enseña este andar es a construir una senda.
Una muestra de eso es el disco El amor después del amor, de Fito Páez. Aunque salió en el ya lejano 1992, las 14 canciones que lo componen siguen colándose en nuestras raíces.
2025 es el año en el que la gira por los 30 años del lanzamiento de esa pieza maestra (aunque ya deberían ser 33), por fin llegó a México. Sus fans esperamos aquel tour por los 20 años, el cual no asomó ni la nariz por nuestra nación.
Esta era la oportunidad de oro para que Páez nos mostrara qué tan etéreo puede ser escuchar ese material en vivo, mismo que ha sido catalogado dentro de los 100 mejores discos de la música argentina, de acuerdo con la revista Rolling Stone.
Primero vimos una pizca en 2024 en el Vive Latino, otro poco más el 18 de enero de este año en el Zócalo de la Ciudad de México, la plaza pública más grande de Latinoamérica y, como la estrella más tintineante del firmamento, en dos recitales en el Auditorio Nacional (21 y 22 de enero).
No decepcionó. Que tire la primera piedra aquel que no tenga una historia con alguna melodía de ese disco, que no haya deseado fundirse con cada frase, a quien no le haya hecho llorar alguna vez Creo o Un vestido y un amor.
Páez nos llevó a tomar nuestras emociones y azotarlas contra el suelo. Cuando se hicieron añicos, y mientras nos veíamos al espejo durante 10, 20 o 30 años años deseando estar vivos para volver a escuchar El amor después del amor, completamos las piezas para nuestro caleidoscopio.
Y así llegamos a los conciertos. Reconocimos que las luces siempre estuvieron encendidas en nuestra alma. El ambiente era prístino, ideal para sentir, para que hasta la ínfima parte del cuerpo supiera que estábamos ahí. Más viejos, nostálgicos y distintos, pero en la misma piel y la misma ceremonia.
Los colores de la escenografía y de la vestimenta del artista argentino, nos recordaron que no necesitamos ser niños para celebrar estar en el aquí y ahora.
Todo estaba cuidado hasta el más fino detalle, cuestión que no es extraña con Páez. Bien lo recogía Leila Guerriero en el perfil No me verás arrodillado, que muestra una radiografía perfecta del músico.
No obstante, para esta gira, parece que hubo un renacimiento. No sé si era la cercanía del artista con sus fans, si era la pasión de las canciones o si es una inmensa alegría desbordada, pero pudimos ver una de sus mejores giras.
En orden, con una precisión envidiable, pasamos de huir con Thelma y Louis a visitar Katmandú, conocer la tragedia de Sasha y Sissí, dejar de actuar para dar amor y, al final, hacer más liviano el peso de nuestra cruz.
No sabría decir qué me gustó más; mi visión está más apegada a un culto que a una crítica musical. Llevo más de 20 años siguiendo su carrera y ese disco siempre estuvo en mi mente. Varios de los tracks cambiaron el rumbo de mi historia, donde todo lo que me hizo bien, también me hizo mal.
Hace una década, cuando esperaba esta gira con ansiedad, era una persona muy diferente. Después de quebrar, pegar, surcir, amasar y esculpir mi corazón en muchos aspectos, escuchar en vivo El amor después del amor, fue un baño de gozo.
Sé que esto no solo fue para mí, sino para quienes estuvimos en las presentaciones. Qué alegría compartir con más gente ese cable a tierra. Que quienes nos han tocado, y a quienes hemos acariciado al enseñarles ese disco, sean dichosos dondequiera que estén.
De alguna forma, esto se trata vivir.