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El Nigromante

La visión hacia el Siglo XXI

El tío Eber

Foto del escritor: Mauricio AguilarMauricio Aguilar

El pequeño árbol plástico de ramas blancas que ella eligió para nuestro recibidor anunció la vuelta del espíritu navideño a casa. Después de dos años de ausencia, el interiorismo polar volvió recargado con su toque femenino. Bien le hacía falta a mi baño un espejo con luces neón, a la sala colgantes de muérdago, y al taburete de la entrada un par de pantuflas rosadas para cada quien. En la puerta principal, por encima de un Santaclos de cartoncillo pendía centrada una corona de adviento hecha con abeto natural. Para poner fin a la jornada clavó junto a mi Virgen un pequeño Cristo de palma que me mandó su madre. Con ello terminó su mestizaje.


Entre tantos símbolos no estaba seguro si estaba protegido o si habría un conflicto bíblico en mi hogar. Nunca tuve la costumbre del árbol y mucho menos de Nicolás, pero ni falta que me hizo. Como Pánfilo, “yo no era cliente de ese señor. A mí me traían mis juguetitos los santos reyes”. Lo que sí acostumbraba era el arrullo del niño, pedir posada, las piñatas, la cena de medianoche, es decir, más tirado al catolicismo nacional.


Los niños de entonces añorábamos ver a la banda completa porque se requería a los primos grandes para detonar las palomas prohibidas y sobre todo a las primas guapas para ver iluminado su rostro por las luces de bengalas. Hoy todo había cambiado. Las sillas de los adultos que antes esquivábamos para corretearnos ahora nos pertenecían. Descubrimos que la cena se pagaba, que los regalos cuestan, que algunos tíos se odian y que el alcohol revela el ser de las personas. Tristemente perdimos varios elementos en los últimos años. Algunos por enfermedad y otros por divorcio. Sé que esto pasa en todas las familias, pero  se les extraña igual.


La conversación transcurre casual y espontánea. Hasta que, sin excepción, año tras año y a la menor provocación, el tío Eber transforma la mesa en un campo de batalla y la discusión política empieza. Y no hablo de un debate informado, cronometrado o racional. Me refiero al desfile de la soberbia, al desprecio generalizado, a un burdo diálogo de sordos. A mi tío le jugaron la broma de que era capitalista y la quiso creer. El único ingeniero sin título de la familia abandonó en cuanto pudo sus raíces precarias. Al menos en su mente.

Compraba a crédito todo aquello que pudiera diferenciarlo del resto. Se dirigía con desdén a los obreros de la fábrica donde trabajaba pero también a nosotros, su propia familia, por considerarnos inferiores, pobretones, incultos o peor aún, sindicalizados. El tío Eber no se cansa de contar cada detalle de la única vez que fue a Europa, de las novias que tenía, del futuro de la energía solar y de la escuela privada de sus hijos. El monopolio de la plática nos es impuesto cada navidad.


Al fanático de Elon Musk, de los Delfines de Miami y de la Fórmula 1, le aterraban esencialmente dos cosas; la pobreza y el fantasma del comunismo. Hasta que un día, según sus palabras, “se le apareció” el segundo. Creía imposible que un movimiento popular llegaría a representarse en la presidencia de nuestro país. Pensó que los gringos no lo iban a permitir, pero sus peores pesadillas se volvieron realidad. El movimiento ganó las elecciones y meses después la empresa en la que trabajó toda la vida lo despidió sin razón justificada y el no pudo más que culpar al gobierno de su tragedia. Se convirtió en odiador profesional.


Más allá del incómodo ambiente que genera y de lo difícil que resulta aceptarlo, en realidad yo lo compadezco. En lo profundo de su ser el no odia al trabajador sindicalizado, odia la precarización de su trabajo; el no cree que seamos flojos, envidia las prestaciones que a el le arrebatan; no repugna los programas sociales que su madre y sus hijos ejercen como derecho, solo desearía no tener que necesitarlos.


Aún así, cuando suenan las doce y nos levantamos para la ronda de abrazos siempre tengo el mejor de los deseos para él. Que despierte su conciencia, que deje de verse como mercancía y se edifique como humano. Con la última uva manifiesto que el, como muchos otros se enfrenten a su miedo de saberse proletarios.



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