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El Nigromante

La visión hacia el Siglo XXI

La pisca

El temporal de diciembre dificultó la cosecha del segundo semestre. Las lluvias desbordaron el río y casi se inunda la milpa. Las tolvaneras tumbaron muchos de los tallos del terreno que, una vez en el suelo, se enredan haciendo difusas las guías de cada surco. Cosechar asi es bien cansado para la cintura pues ordenar la maraña que se hace requiere de estar inclinado la mayor parte del jornal, además que las manos se llenan de pequeños cortes por jalar los palos secos del maizal.


Cuando canta el primer gallo, me acomodo entre las colchas para evitar el fresco de la madrugada. Este diciembre ha sido especialmente frío. Desde que faltan mis padres la casa no es la misma. Mis hermanos cambiaron y poco se aparecen por aquí. Salieron del pueblo como si esta parcela no les hubiera dado nada.


Sé que el campo no es para todos. El trabajo duro apenas da para vivir. Nadie en el pueblo se ha vuelto rico de la tierra. Los vecinos que han podido comprar alguna tierrita más lo consiguen saliendo a trabajar a México o yéndose para el otro lado. Lo feo es que al volver se sienten hacendados y tratan peor a los peones de lo que los trataron a ellos.


El segundo cacareo me indica que ya debo levantarme. Lo hago de una vez aunque cale porque si dudo me quedo dormido. Agarro mi pantalón, me ato los cordones de las botas y me pongo la borreguita en lo que da la hora de salir. Caliento el huevo que sobró anoche para hacerme unos tacos y me preparo un café. En punto de las seis me pongo la gorra y echo mi sudadera en el morral.


El camino del cerro a la cosecha es largo. La vereda muchas veces tiene hielo y se hace resbaloso el camino. Prendo un cigarro para evitar el rocío que me pega de frente pero al cabo de un kilómetro al fin entro en calor. Llegado al pie de la carretera tomo la camioneta que me deja cerca del trabajo. Son treinta minutos de sueño que aprovecho para descansar de la primera caminata.


Al llegar al terreno paso con el patrón por mi saco de carga, un costal para vaciar las mazorcas y un pishcador que es un trozo de metal puntiagudo para abrir fácilmente las hojas donde viene envuelto el maíz. Son cuarenta surcos en esta parcela y la trabajamos seis compañeros. Diría que nos tocan como de a siete líneas a cada quien pero en realidad vamos al ritmo que nos convenga. Aquí no se paga a destajo sino por día. Ciento cincuenta por seis horas de trabajo con una hora de comida. Por eso es mejor no apresurarse. Conviene más hacerse menso e ir despacio que acabar pronto y luego buscar otro terreno.

Aunque tenemos la tierrita que nos dejaron los viejos, no he tenido dinero para abonar, surcar, sembrar y pagarle al municipio para que nos abra la llave del riego. Súmale la renta de la desgranadora y el tractor para limpiar de nuevo. Por eso no culpo a mis hermanos de irse de aquí. En el campo se sobrevive como se pueda.


Como el sol arrecia desde las diez, una hora parado o peor, agachado entre la milpa, es muy desgastante. El patrón quisiera que siguiéramos el mismo ritmo del inicio pero no se puede, el cuerpo da de sí. A las doce del día paramos a comer. La esposa del señor trae la mesa y la comida hasta acá. No lo hace por comodidad sino para que no nos vayamos y tardemos en regresar. Nos dan una sopa y un guisado pinchón porque ya no quieren pagar uno de carne buena. Yo me apresuro a comer para descansar el resto de la hora y aunque sé que se molestan me hago guaje con mi vaso de pulquito y el Rocky echado a mi lado. Aunque es el perro de la casa es amigo nuestro desde cachorro. Ahora él se encarga de espantar a las vacas para que no se salgan del corral.


Cuando volvemos al trabajo tenemos que pisar con más cuidado porque la tierra esta floja y se nos pueden torcer los pies. El patrón se sienta con su compadre a vigilarnos el resto de la jornada y nomás los oímos echar habladas. De que ya a nadie le gustaba trabajar, de que las ayudas del gobierno nos hacen huevones, de que ya casi queríamos sindicato. Y asi todos los días.


Al salir nos dan la raya y fingimos sumisos agradecerle. La verdad es que él nos odia y nosotros lo odiamos a él. Camino para la carretera y me subo de vuelta a la camioneta. Paso a la tienda por medio de huevo, diez pesos de tortilla y dos caguamas, una para llegando y otra para dormir. Paso con Don Chuy porque me presta los cascos y no me cobra el importe. Asi es esto. No sé si mi padre estará orgulloso pero siempre quise ser como él. Me acuesto temprano porque mañana me toca lo mismo. Aquí estaré, labrando, cosechando y las más de las veces en barbecho del tiempo.



 
 
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